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El inconsciente estético de Jacques Rancière

 

Este pequeño texto difícil de Jacques Rancière, exige una cuasi-reforma del entendimiento de su lector, en particular de aquel que, impaciente, se precipite para reencontrar los términos de un viejo debate, que tiene cien años, entre el psicoanálisis y la filosofía, la literatura, la estética. Este texto es en efecto difícil e inesperado, incluso para alguien “familiarizado” con el pensamiento y la prosa de Rancière, pues debido a su novedad radical resulta dificultoso desde el comienzo . Después de una serie de rodeos, por la historia, la filosofía política, la crítica literaria, la literatura, la estética, surge no obstante en su lugar, necesario y contingente a la vez, bajo la forma original de dos conferencias, en respuesta a la invitación de Didier Cromphout de la Escuela de Psicoanalistas de Bruselas en enero de 2000. En este “encuentro”, Rancière es invitado en tanto que “testigo” exterior al psicoanálisis, esta ciencia poco “afín” a su estética, y cuya forma caricaturesca transmitida por los discursos sobre lo moderno y lo posmoderno no atrae más que sus sarcasmos. Sin embargo, si hemos deseado de una parte y de otra que este encuentro tenga lugar, es que sabíamos que este “desacuerdo” acrecentaría el conocimiento para las dos partes, y que este “litigio ficticio” sería fructífero, a juzgar por los precedentes litigios ficticios elaborados por Rancière con otros conocimientos y disciplinas. Para que “el inconsciente estético”, expresión que despunta aquí y allá en el discurso de Rancière, devenga un concepto, devenga una “fórmula” ranceriana del inconsciente, no similar a ninguna otra, ha sido necesario en efecto un trabajo de elaboración conceptual, una cavilación perseverante en su campo específico que es el “régimen estético”, no como prueba, sino en interface del concepto de inconsciente según Freud.

Para comprender cómo la fórmula de este inconsciente llega a Rancière, es necesario pasar por su trabajo de puesta en escena teórica y analizar los dos movimientos de la demostración que constituyen esta obra, sin duda reminiscencias de dos conferencias originales que nosotros proponemos leer como “escenas-ficciones”. El esfuerzo pedagógico de Rancière va a consistir en principio en rediseñar el paisaje epistémico y conceptual elaborado anteriormente, al servicio de una nueva demostración, y luego retomar la genealogía de la estética, de Baumgarten, Kant, los idealistas postkantianos, Schelling, los Schelegel y sobretodo Hegel. Si “la estética” es ya un término inapropiado según Hegel que lo retoma sólo porque “ha recibido derecho de ciudadanía en el lenguaje corriente”, Rancière hace el camino inverso y arranca este término del lenguaje corriente donde es bastardeado, para remontarlo, a su sentido original de “régimen del pensamiento del arte”. Como ese lugar donde “se constituye una idea específica del pensamiento” a saber el de un “pensamiento de lo que no piensa” (p.24), “un modo inconsciente del pensamiento” del que las obras de arte y la literatura son el lugar “de efectividad privilegiado” (p. 21). Sobresale un significante nuevo, homónimo de la “estética” que anuncia en Rancière un nuevo saber del “pensamiento inconsciente”, y que beneficia, evidentemente, la anticipación retroactiva del “pensamiento inconsciente” según Freud. Como la “teoría freudiana” va a reencontrar, en adelante, sus condiciones de posibilidad y su “anclaje” en la configuración ya existente de la estética como “pensamiento inconsciente” (p.22).

Este régimen estético del pensamiento del arte, definido esencialmente a partir de los filósofos románticos-idealistas alemanes, reúne aquello que la “ciencia” de los escritores, franceses sobretodo, definía de su lado, produciendo un nuevo paradigma en la recusación punto por punto del paradigma anterior de las bellas-letras o del régimen de la representación. Esta “grande” y “silenciosa” revolución estética franco alemana y filosófico literaria, en torno de los siglos XVIII y XIX, va a anticipar y condicionar, según Rancière, no sólo las revoluciones del pensamiento del siglo XIX, sino también el psicoanálisis y el marxismo, pero, también, las revoluciones literarias del siglo XIX (Balzac, Flaubert) o del viraje del siglo XIX y del XX (Zola, Mallarmé, Proust). En efecto, la revolución estética, la que para Rancière es aquella de “el pensamiento de lo que no piensa”, del “pensamiento inconsciente”, fundada sobre la lógica de la identidad de los contrarios, es una revolución en dos fases, desplegándose en dos tiempos, sobre un siglo, y simultáneamente, en la subversión perpetua de sus dos términos, así como en dos campos concurrentes, la filosofía y la literatura.

Tal es pues el paisaje epistémico de la revolución estética que la primera escena-ficción bosqueja y sobre la cual se detalla el avance conceptual mayor de la obra, la de dos formas del inconsciente estético. Pero este cuadro no tiene más sentido que para los dos dramas que ahí se juegan, dirigidos por el teórico director de escena. En la primera escena-ficción, la suerte epistémica de la revolución psicoanalítica va a ser reconsiderada en la medida equivalente a la de la revolución estética. En la segunda escena-ficción, es el futuro mismo del inconsciente según Freud que parece jugarse, temporalmente –y quizás definitivamente- a expensas del “freudismo radical”, del que Jean-Francois Lyotard es el nombre- índice.

Así, Rancière, que enraíza el psicoanálisis en su terreno original, el romántico-idealista alemán del pensamiento estético, convoca a Freud dos veces sobre el terreno de su régimen “estético”. Una primera vez, para que Freud defienda sus pretensiones de la universalidad del esquema edípico en tanto que esquema de revelación del “saber”. En efecto, Freud engloba ilegítimamente, según él, en la “misma afirmación de universalidad, tres cosas: una tendencia general del psiquismo humano, un material ficcional determinado y un esquema dramático planteado como ejemplar. La pregunta que entonces surge es: ¿Qué es lo que permite a Freud afirmar esa adecuación y hacer de ella el centro de su demostración?”(p. 26). La segunda vez, Rancière le hace tener a Freud el rol de actor de su propio drama, proveyéndole un nuevo escrito, donde uno lo ve defender ardientemente su concepción del inconsciente edípico y la hermenéutica del arte que le corresponde, contra aquella inspirada en Schopenhauer y Niezstche.

En tres secuencias, el primer acto pone a prueba la hipótesis de Rancière: la revolución estética es la condición de posibilidad de la revolución psicoanalítica. En “El defecto de un tema” (p. 27-34), muestra como el orden de la representación, que implicaba un cierto orden de relaciones entre lo “decible y lo visible”, y las relaciones entre el saber y la acción, apoyadas en Aristóteles, hacía del Edipo de Sófocles un sujeto imposible para Corneille y Voltaire y exigía correcciones considerables del original. Sujeto imposible, no por el contenido incestuoso-parricida, sino a causa de ese loco del saber que es Edipo y por la manera en que su secreto es develado. Los clásicos franceses se sometían, en efecto, al modelo aristotélico de ficción concebido como “disposición de las acciones” que hace advenir el saber según “la ingeniosa maquinaria de la peripecia y del reconocimiento” (p.34).

Rancière deduce, por una parte, la historicidad radical del psicoanálisis, enraizada en la revolución estética, y luego la ilegitimidad de las pretensiones freudianas de la universalidad del esquema epistémico edípico, sin por eso invalidar o confirmar la universalidad de la tendencia del psiquismo humano y su contenido incestuoso-parricida. Y por otra parte, subraya la permanencia de un esquema sofocleano de la enfermedad del saber, con el cual Freud renueva, después de Hölderlin, Hegel y Nietzsche, y que testifica de una relación permanente entre pensamiento y enfermedad, entre logos y pathos, presente en los cimientos griegos del pensamiento filosófico occidental.

La secuencia “La revolución estética” (p.35-43) muestra como ésta ha inspirado filosóficamente su objeto a la revolución psicoanalítica (el Edipo romántico, ese loco, ese “maniático” del saber que ha hecho una enfermedad), su lógica (la identidad de los contrarios), su método (el desciframiento de trazos jeroglíficos y su restitución, su reescritura mitológica para decir la “verdad” de su real jamás enterrado). La secuencia “Las dos formas de la palabra muda” (P.45-55) restituye la genealogía poética pasando por la figura de Homero según Vico y la concepción platónica de la escritura, como letra muda-locuaz, que Rancière toma a la letra como significante del régimen democrático criticado por Platón. Elaborado a partir del mito de la invención de la escritura en Patón, esta “palabra muda” a la cual Rancière ha consagrado toda una obra, corresponde a las dos maneras de pensar la relación entre logos y pathos, que ordenan en torno suyo dos formas del inconsciente estético. Si la escritura, el régimen de la letra locuaz y muda a la vez, delinea “el espacio de un mismo dominio, el de la palabra literaria como palabra del síntoma” (P.48), esta sintomatología literaria da lugar a dos tipos de “literatura del inconsciente, como a dos concepciones de la “enfermedad” de los individuos, de las sociedades, y de las civilizaciones. En la primera, donde el logos es inmanente al pathos, se trata de un inconsciente del lado de Cuvier-Balzac. El síntoma es ahí un jeroglífico que da lugar a un desciframiento y a una reescritura, el “nuevo poeta” haciéndose geólogo y arqueólogo, médico y sintomatólogo, como Freud lo será más tarde en La interpretación de los sueños, o Marx en tanto que hermeneuta de la “mercancía”. En la segunda concepción, donde el pathos es inmanente al logos, tiene más bien que ver con el inconsciente del lado de Schopenhauer-Nietzsche que da lugar a una “palabra soliloquio”, sorda, anónima, a la cual se debe “dar cuerpo y voz” hasta abandonarse al mar del “no-deseo” y a la “voluptuosidad suprema” del aniquilamiento Schopenhauriano.

En el caso donde este primer acto, esta primera escena-ficción haya dejado la molesta impresión de una “disolución” del inconsciente según Freud en el inconsciente estético, Rancière recuerda saludablemente a su interlocutor/lector que él no olvida “el contexto médico y científico en el cual se elabora el psicoanálisis”, y que él no reduce “la economía de las pulsiones” y “el estudio de las formaciones del inconsciente” al inconsciente secular de la filosofía o al inconsciente del que testimonian las obras de arte y la literatura (P.57). Esta preciosa puesta a punto a medio camino de su demostración, dirigida al lector desatento, sujeto a las proyecciones imaginarias defensivas, viene a precisar los límites de su trabajo: se trata en efecto de “marcar las relaciones de complicidad y de conflicto que se establecen entre el inconsciente estético y el inconsciente freudiano”.

La secuencia “De un inconsciente al otro” (P.57-65), presenta rápidamente la relación de Freud al arte, en los primeros momentos donde se elabora el psicoanálisis, y donde él encuentra aliados para su nueva ciencia, pero también, de entrada, rivales, adeptos al inconsciente del lado de Schopenhauer-Nietzsche. Entonces su hermenéutica está en continuidad con la concepción del inconsciente del lado de Cuvier-Balzac, y de la lectura del síntoma como jeroglífico a descifrar y rescribir en una nueva mitología (en este caso, de las pulsiones), Freud debe hacer frente a otra literatura del inconsciente estético, en ciertas obras de Flaubert y de Zola por ejemplo o en Ibsen. Su relación al inconsciente estético “se complica” entonces y sus apuestas teóricas ceden paso a las apuestas polémicas.

La reconstrucción de este “duelo” se hace en tres secuencias: en “Las correcciones de Freud” (P. 67-73), Freud vuelve deliberadamente a la “vieja” lógica de la representación; en “De los diversos usos del detalle” (P.75-81), Rancière opone la concepción freudiana del análisis de los detalles a aquella, ilegítima, de los seudo-freudianos radicales; y finalmente, en “Una medicina contra otra” (P. 83-101), se comprende que la “vocación hermenéutica y esclarecedora del arte” de Freud fracasa, frente a la entropía nihilista del inconsciente estético. Las apuestas polémicas de Freud se confunden un poco con las de Rancière, que se hace pasar así por un aliado objetivo inédito de Freud, en su propia lucha contra un cierto nihilismo del pensamiento contemporáneo. Las apuestas polémicas de El inconsciente estético se explicitan al final cuando, retroactivamente, parecen haberse ordenado sus desarrollos y sus posiciones.

En efecto, esta segunda escena-ficción no consiste en elaborar un litigio ficticio presente entre psicoanálisis y estética, sino en restituir un duelo entre Freud hermeneuta del arte y sus próximos y lejanos discípulos, aquellos que lo encuentran tradicional y también francamente reaccionario en sus gustos literarios y artísticos clásicos, que consideran que sus análisis estéticos no están a la altura de su teoría revolucionaria del inconsciente pulsional. En estas tres secuencias, lejos de este consenso despreciativo, Rancière adopta una actitud un poco provocativa. El demuestra como, de hecho, esta posición es deliberada y consciente de parte de Freud que eligió contra los nihilistas contemporáneos hacer los análisis estéticos firmemente “causalistas” y unívocos (como en el Moisés de Miguel Ángel), corrigiendo a este efecto los desenlaces y las explicaciones de los escritores, como en aquellos dos dramas de Ibsen, Rosemersholm o la Dama del mar. El retorno de Freud a Aristóteles al que llega Rancière es completamente sorprendente, por el privilegio exorbitante que Freud habría concedido al restablecimiento de una buena intriga causal, en sus interpretaciones de las obras, a riesgo de dar la espalda a la revolución estética que hizo posible su revolución psicoanalítica, retomando el paradigma de la representación que ella había recusado. Con el riesgo de adoptar una posición desvergonzada, contraria a los imperativos de la ciencia que está en tren de elaborar, tratando los sueños de la Gradiva como los sueños reales, sin las asociaciones del soñador esenciales según Freud a toda interpretación metapsicológica de los sueños. Sin perjuicio de producir ese “niño no analítico”, legitimado más tarde, que es el análisis del Moisés de Miguel Ángel que es de hecho el cuadro clásico del triunfo de la razón sobre las pulsiones. Es la apuesta polémica que le fuerza a solicitar la biografía y a tratar las ficciones y a tratar a los artistas como neuróticos y sus obras como casos clínicos (como con la Gradiva de Jensen), empujándole a “identificar la intriga amorosa a un esquema de racionalidad causal” y a conectar siempre un dato incestuoso “con una buena intriga de causalidad” y de culpabilidad, al servicio de un saber liberador. El busca así testimoniar para la racionalidad profunda y científica de los sueños y de las “fantasías” y a luchar contra las confusiones de lo real y de la ficción contra “la indiscernibilidad romántica y reversible del imaginario y de lo real” (P. 73).

Para Freud, según Rancière, todo detalle “insignificante” de una obra releva el paradigma indicial de la búsqueda de causas, que permite leer “la inscripción sedimentada de una historia” (P.77) o remontarse al fantasma matriz y singular de la creación. Luego pues, para los hermeneutas que se reclaman freudianos como Louis Marin o Gerorges Didi-Huberman, el detalle funciona quizá como “un objeto parcial”, que deshecha todo ordenamiento lógico de una historia para oponer dos órdenes “el figural bajo lo figurativo o lo visual bajo lo visible representado” (p. 78).

Con ese tipo de lectura “Freud, por su parte, no tiene nada que hacer. Ni tampoco, en absoluto, en todas esas cabezas de Medusa, representantes de la castración, que tantos comentaristas contemporáneos se ingenian en descubrir…” (P.78). Como la estética de lo sublime de Lyotard no tiene ninguna relación con la sublimación freudiana, pues ella realza más bien el inconsciente estético informado por Schopenhaur y Nietzsche, y transforma “la voluptuosidad de retorno al abismo original en relación sagrada con el Otro y con la Ley”, retomando contra Freud, el “nihilismo que sus análisis estéticos no han cesado de combatir” (P. 101).

A modo de conclusión, podremos entonces volver a la figura del lector evocada al comienzo, que se encuentra llevado a rever un buen número de sus presupuestos, a menos que se deje “enseñar” por este texto, si él quiere lograr su “desincorporación” simbólica y devenir ese “animal literario” del régimen democrático de la letra aún por venir que anuncia la obra del pensamiento de Rancière.

Pero, como no se renuncia fácilmente al placer arraigado a un cierto saber, hace bien en prometer otro “placer” a este animal literario, para que quiera renunciar a sus viejas y confortables categorías de pensamiento. No le pedimos en efecto, nada menos, que “repensar” de otro modo todas las rupturas y las revoluciones que ha engalanado, la “revolución” de Freud, y la de Marx, las nociones de “ruptura epistemológica” y la “revolución poética” todas mal pensadas y mal ubicadas al final del siglo XIX, o aún deshacerse del hábito de pensar todo a partir de las revoluciones y las catástrofes históricas. Es necesario repensar los términos de “revolución” y de “estética”. ¿Qué lector así constituido por al menos cincuenta años en este discurso dominante se prestará fácilmente a una aventura tal que vendría a quebrantar sus fundamentos intelectuales y sus más queridas creencias? Paradójicamente sería necesario otro acto de fe, una nueva apuesta sobre el pensamiento de “otro”, sobre lo que se presenta, por otra parte, como una “ficción” teórica. ¿Por qué se prestaría a un tal juego intelectual si él no percibiera en principio confusamente, después más y más claramente, la carga, la intensidad de un devenir, de una utopía sublime a la medida de “el ser quimérico” que es. Utopía no sólo en el sentido de “critica”, sino también de “forma” futura de la comunidad (en este caso intelectual), deseable por que es precisamente imposible en el estado actual de las disciplinas y conocimientos, pero no impensable o informulable. Leemos en efecto El inconsciente estético de Rancière como la construcción utópica bien precisada de la (no) relación entre dos pensamientos del inconsciente, el pensamiento inconsciente de la “estética” en el sentido de Rancière y el pensamiento del inconsciente según Freud. Convidándonos al banquete de su “estética”, Rancière no alienta las oposiciones entre las disciplinas o las divisiones que trabajan los discursos sobre los conocimientos, sino que él busca más bien poner el inconsciente según Freud como un descubrimiento irreducible, a pensar en su historicidad radical como en su actualidad siempre intempestiva. Por otra parte, si Rancière no tiene nada que decir sobre la teoría psicoanalítica por falta de competencia, como lo dice él mismo, es también porque su trabajo consiste en principio en barrer todo el campo de la estética como régimen del pensamiento de un cierto inconsciente que condiciona y anticipa el inconsciente según Freud. Elaborar entonces el concepto de “inconsciente estético” es dar la medida de lo que es propiamente revolucionario en Freud. Finalmente, si la guerra entre “estética” y “psicoanálisis” no ha tenido lugar, es que esos dos regímenes diferentes del pensamiento inconsciente no tendrían necesariamente cosas que decirse entre ellos, cada uno teniendo su “cosa”, su causa. Ahora bien, esta lección es difícil de entender. El está seguro que el psicoanálisis –o lo que se presenta quizá vestido bajo ese nombre-, al intervenir en nuestros días en todos los campo del conocimiento (el reinar fuera de su orden, luego tiránicamente, como diría Pascal), a perdido el trazo subversivo de su ciencia que Rancière hace por contrario brillar aquí. Él confía luego en los “legítimos” freudianos la tarea de defender su legado, habiéndose comprometido él mismo a poner un poco de orden en la confusión inenarrable del debate contemporáneo sobre “la estética” donde se repliega, en desbandada, el pensamiento de la emancipación, como lo muestra en La división de lo sensible. Pensar legítimamente que toda obra del pensamiento o de creación puede concebirse por fuera de o al costado del conocimiento del inconsciente que el psicoanálisis ha elaborado no tiene nada de excepcional. Pero sugerir que ésta depende de la supervivencia misma del psicoanálisis como ciencia, es al menos, según nosotros, la novedad de la posición “estética” de Rancière, la utopía por la cual su ficción teórica trabaja, al servicio de un animal literario desincorporado, que tendría todo por ganar liberándose justamente, con conocimiento de causa, de ese cuerpo pulsional, pasional, para hablar, de igualdad, con todos. Por lo tanto, obrar para una coexistencia contradictoria y heterogénea de dos pensamientos del inconsciente, sin la disolución del uno en el otro, sin la descalificación del uno por el otro, y sin reducir su (no) relación a la famosa incompatibilidad epistémica entre filosofía y psicoanálisis, es hacer un don de El inconsciente estético.

 

Solange M. Guénoun
Profesora de literatura en la universidad de Connecticut (Estados Unidos)

 

Traducción de Claudia Castillo y Beatriz Gez

 

 
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