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La institución de las vírgenes

en el neoplatonismo agustiniano

 por Adriana Testa

“El alma personal es aquella que desde Aristóteles a Platón, está encargada de poner de acuerdo nuestro cuerpo con el Otro. Se ocupa de eso, ya se trate de la forma del cuerpo en versión aristotélica o en versión platónica”

Eric Laurent,

En el esplendor del siglo IV, siglo de oro de la literatura eclesiástica, un poético cántico en prosa que hace de las vírgenes su objeto de exaltación, inaugura un lugar inédito para las mujeres en la historia del cristianismo y de occidente. La mujer virgen será de ahí en más, objeto de un deseo trascendente y al mismo tiempo hará de Dios el objeto trascendente de un deseo humano. San Ambrosio escribe en lo que él mismo llama canto al desposorio del alma virginal con Dios: “Con dulce voz dice a la esposa: ‘Oye, hija y ve, e inclina tu oído a mi reclamo, y olvida a tu pueblo y la casa de tu padre, porque el rey, que es tu Dios, está prendado de tu hermosura”. La describe sentada en su trono celestial, “vestida de oro y diamante, adornada con todo linaje de virtudes. […] Son muy de notar estas cosas de que el Espíritu Santo te habla: el reino, el oro, la hermosura. […] Siempre esposa y siempre doncella, porque ni su amor se eclipsa, ni padece su pudor. Esta es la verdadera hermosura a quien nada le falta”.

Virginibus

Es una obra teológica de carácter dogmático y moral escrita hacia fines del siglo IV. Su autor, San Ambrosio, obispo de Milán, es mencionado en las Confesiones de San Agustín por haber hecho posible la conversión de éste último.Como escritor es considerado como uno de los que coronaron dignamente el siglo IV. Su obra fue dividida por los preceptistas en cuatro grupos: obras teológicas (dogmáticas y morales), exegéticas, oratorias y poéticas. Este libro dedicado a su hermana, Santa Marcelina, a quien se dirige directamente en más de una ocasión, es una colección de elocuentes sermones que predicó a su pueblo.

A pesar de la imprecisión de los datos, es posible confirmar comparativamente que nuestro autor (340) y San Agustín (354-430) vivieron en una misma época. El dato decisivo es el de la conversión de Agustín, mediada por San Ambrosio. Es el tiempo de la Patrística. Según el orden propuesto por Hans Küng, es el tiempo del “Paradigma helenístico de la Iglesia de la Antigüedad” (Paradigma II) en el reinado del Imperio romano y el marco de la cultura helenística. H.-I. Marrou dice de San Agustín: es una “síntesis entre el bios filosófico de los griegos, el otium liberale de Cicerón y la vida eremítica cristiana” Esta referencia indica sintéticamente de dónde proceden los tópicos que convergen en una dogmática, cuya construcción está en plena construcción. El giro de una iglesia perseguida (en tiempos de Orígenes y San Pablo) a una iglesia perseguidora (la inquisidora, de San Agustín); la unidad de la iglesia que como institución pasa a administrar la salvación y los medios de la gracia. La polémica del Santo con Pelagio sobre la gracia, el pecado original y la sexualidad. En rigor, el concepto de iglesia, marcadamente institucionalista-jerárquico, de San Agustín y más tarde de todo occidente es el trasfondo del siglo IV: la iglesia católica convertida en iglesia de masas y ya bastante secularizada.

En este contexto agustiniano, el militante llamado a la virginidad por parte del Obispo, voz “meliflua” que llega más allá de Milán y Bolonia, a los últimos rincones de Africa y Mauritania, otorga a la mujer de la época un lugar dentro de la iglesia y del plan universal de salvación. Es este punto de capitón, ‘vírgenes’, el significante amo, que de ahí en más da nuevos sentidos a la sexualidad femenina. El rechazo del varón, figurado en el rechazo del matrimonio, encuentra un destino trascendente, que procurará en la tierra las celestiales investiduras fálicas propias del discurso religioso: la castidad (atributo del célibe y de la virgen); el “vestido de Cristo”; la disposición de un “ánimo intrépido y varonil”; la destreza “aguerrida en las luchas del espíritu”; la transformación de la carne en un cuerpo que “conserva la integridad del cuerpo del Señor”, de quien brota “la exquisita flor de la castidad virginal”; la virginidad como “muralla del pudor” y su “apacible mansión”.

La exhortación lo confirma: “Lejos de semejante locura [entregarse al pecado] habéis de poner ¡oh santas vírgenes!, vuestra suerte en manos de la Iglesia, que amorosa os cobijó desde niñas con su manto, haciendo de su pecho muro defensor de vuestra juventud, perseguida de muchos e implacables enemigos”.

 

Seres terrenos / seres celestiales

En el neoplatonismo (Plotino, Jámblico, Proclo, Damascio) de la época agustiniana, San Ambrosio encuentra los argumentos con los que tensará una correspondencia entre los múltiples atributos terrenales y celestiales que parten, no de un Dios trino y uno (Orígenes), sino de una naturaleza divina, punto de partida y fundamento de su doctrina trinitaria, principio de la unidad de Padre, Hijo y Espíritu Santo, sólo diferentes entre sí en cuanto relaciones eternas.

“La patria de la virginidad es el Cielo; allí mora, y de aquella invisible ciudad es cortesana, que no de la tierra, donde está sólo como viajero de paso”. Mora en la Trinidad misma. “¿Qué más? Cristo es virgen y esposo de virgen, y si se admite la frase, diré que es esposo de la castidad virginal, porque la virginidad es propia de Él, y no al revés”.

Para San Agustín, el hombre está desde el inicio sumido en el mal que radica en la sexualidad humana (en el acto sexual y el deseo carnal). El pecado de origen que todo hombre trae al nacer es transmitido por el acto sexual. ¿Qué lugar, entonces, para a gracia divina y la libertad? La convicción agustiniana es precisamente ésta: no es la voluntad del hombre la que motiva la gracia de Dios, sino justamente al revés: la gracia de Dios es la que impulsa la voluntad humana a la libertad. La gracia no se adquiere, sino que se recibe como regalo. Es un don de Dios.

Este dogma eclesiástico, que el Santo de Hipona sostiene contra Pelagio, es el que da fuerza a las figuras antitéticas que sobreabundan en este tratado. Atributos de signos opuestos sobre los ornamentos, los afeites, los olores, la sexualidad casta (“ángel” si la guarda – “demonio” si la pierde), sobre los placeres de la carne (“virgen”, doncella de Dios o “meretriz”, la que se fabrica dioses). De modo tal que, en una relación de disjunción exclusiva, podemos concluir que la reunión del cuerpo con el alma corresponde o bien a seres celestiales que habitan en el Cielo informados por la idea de Belleza celeste, o a seres carnales que habitan la Tierra informados por la idea de Belleza terrenal.

 

Virginidad / Matrimonio

De las vírgenes. San Ambrosio (siglo IV)

Este tratado sobre las vírgenes, que bien podríamos llamar tratado sobre el pudor, hace de este hábito una segunda naturaleza: “Manifiéstese la virginidad ante todo en las palabras; cierre el pudor los labios de la virgen; déle valor su religión, y el hábito engendre en ella una segunda naturaleza, de tal suerte que la gravedad de su continente, el pudor de su rostro, la sobriedad majestuosa de sus movimientos, la modestia de sus ojos sean pregoneros de las virtudes del alma”.

Inspirado en el poema bíblico, El Cantar de los cantares, este conjunto de sermones escrito en latín, está dividido en tres libros. El primero trata sobre las excelencias de la virginidad, virtud celestial. El segundo traza un retrato de la virgen como ejemplo; la virgen María, madre de Dios, como norma de vida. Y en el tercero, dirigido en gran parte a su hermana, Marcelina, responde a las consultas sobre las enseñanzas de Liberio, Obispo de Roma(352-366). Allí incluye críticas al paganismo con relación a la mitología gentil, a las hazañas de los dioses (Neptuno, Júpiter, Esculapio). Hace una referencia explícita al martirio de su propia madre: “¿A qué te traigo ejemplos extraños, ¡oh hermana!, cuando lo tienes en tus padres, que te legaron en uno el amor de la castidad y el del martirio? Sobre el martirio de quien le dio el ser, dice: “No hurta el rostro, ni hace gestos de dolor … firme en la pelea, triunfa del tormento, y por último entrega la vida al filo de la espada, fin glorioso por el cual había suspirado tantos años. Este caudal de virtudes te dejó en herencia, y de ella has aprendido”. También en éste último libro hace una auto-defensa ante sus detractores: “Prohibes, me dicen éstos, el matrimonio a las doncellas iniciadas en los divinos misterios y consagradas a la castidad, y no lo niego, antes declaro ser éste mi deseo más ferviente ...”

En relación al matrimonio, San Ambrosio sigue los principios paulistas. El Apóstol dice a los corintios: “Sin duda es buena cosa este vínculo de amor, ¿cómo negarlo?, pero vínculo al fin, y no menos bueno el yugo matrimonial, pero yugo al fin, y yugo del mundo, porque la casada más piensa en agradar al marido, que en dar gusto a Dios”. San Ambrosio no condenaba el matrimonio como hacían ciertos herejes. Más bien advertía que quien condena el matrimonio, condena los hijos y por ende a la sociedad que perecería faltando la generación. No obstante no deja de confesar su más ferviente deseo.

 

Freud. El Tabú de la virginidad (1917)

A comienzos del siglo XX, Sigmund Freud tomará el relevo del tema por la vía de la antropología, no de la religión reservada por él para develar el problema del padre y el mandamiento del amor. En un contexto radicalmente diferente marcado por un peculiar pasaje de la ilustración al romanticismo, en el año 1917, escribe El tabú de la virginidad sobre el trasfondo de otro texto, Totem y tabú de 1912.

Dos son los términos que Freud pondrá en juego en relación a la virginidad: desfloración y frigidez. Los rituales que indaga ponen en evidencia que se establece un tabú donde se teme un peligro; y los preceptos de aislamiento manifiestan que el temor lo infunde la mujer por sus diferencias, mostrándose enigmática, incomprensible, singular y por ello “enemiga”. La frigidez que sigue a la desfloración es una paradójica reacción que emergerá en calidad de “inhibición neurótica” o constituirá “la base propicia al desarrollo de otras neurosis”. Freud concluye que la insatisfacción sexual de la mujer descarga sus reacciones sobre el hombre que la inicia en el acto sexual. Sólo la promesa de servidumbre en el matrimonio (“el yugo que la sujeta al mundo”, en palabras de San Pablo) atenuaba la valoración de estos peligros. En la tragedia de Hebbel, Judith y Holofernes, encontró la trama del sueño de una paciente: Judith es la mujer que castra al hombre que la ha desflorado. Sin duda, estas reacciones de hostilidad dan lugar a distintas inhibiciones en la vida erótica conyugal, de ahí que Freud advirtiera que “las segundas nupcias resulten más felices que las primeras”. La práctica analítica con mujeres ha puesto en evidencia que “servidumbre” y “hostilidad”, dos reacciones contrapuestas, se manifiestan al mismo tiempo y permanecen íntimamente enlazadas.

 

Las vírgenes y el goce de Dios

La voz que se hace oír desde diferentes distancias, desde la más íntima a la más global y la mirada, que abunda por doquier en múltiples figuras que miran, desde el brillo de los ornamentos al ojo de Dios que guía, son los dos movimientos que modalizan los dichos persuasivos del Santo. “La mirada -dice Jacques Lacan- en lo que se presenta como espacio de la luz, siempre es algún juego de luz y opacidad (…) es lo que en cada punto cautiva porque es pantalla, porque hace aparecer la luz como iridiscencia que la rebosa. El punto de mirada siempre participa de la ambigüedad de la joya”. La virginidad, en estos cánticos, es una preciosa joya que mira y cautiva a quien se reconoce (no sin perturbación) como una mancha en ese paisaje que está dado por los dichos de quien predica sobre ella. “Ambigua” porque como todo postizo es un velo que así como cubre indica la falta.

Germán García recientemente en una clase del curso sobre “La angustia entre goce y deseo” (noviembre 2005), decía que la religión explota la capacidad de goce que hay en el lenguaje. En particular, este tratado sobre las vírgenes, pone en evidencia un modo de goce que Jacques Lacan indagará en los textos de la mística. Al término del Libro segundo haciendo un parangón simbólico entre los desposorios del alma virginal con Dios y los desposorios carnales, San Ambrosio repite, al modo del coro que canta, las palabras del Espíritu Santo en el poema del Cantar de los Cantares: “Ven desde el Líbano, ¡oh esposa!; ven aquí desde el Líbano; pasarás y repasarás […] ¡Béseme con besos de su boca, porque las dulzuras de su pecho son más suaves que el vino, y el olor de sus ungüentos vence en fragancia a todos los aromas; ungüento agotado es tu nombre!” Y sigue. Más y más son las palabras que se suceden unas tras otras intentando alcanzar lo inalcanzable. Allí es donde la escritura toma los cuerpos. Y en el abismo de lo imposible de decir caen enaltecidos los cuerpos del martirio, símbolo, figura lograda de la segunda muerte: daré entonces –dice la virgen de Antioquía (salvada de un lupanar por un soldado)- “mi vida y mi virginidad”. Lacan acierta: la mística introduce en el goce de Dios. Dios goza de ellas y la mujer virgen da cuerpo a ese goce que se vuelve Otro. “Hay un goce suyo del cual quizá nada sabe ella misma, a no ser que lo siente: eso sí lo sabe. Lo sabe, desde luego, cuando ocurre. No les ocurre a todas”. (J. Lacan. Aún, 1972).¡Mulier taceat de muliere!, sentencia un antiguo proverbio latino. La ironía de Eric Laurent en el epígrafe marca el límite del “mito del alma personal”. No hay acuerdo posible de nuestro cuerpo con el Otro porque también hay falta en el Otro (A).

 

El tema de este texto fue tratado por quien suscribe, en la reunión de octubre del Módulo de Investigación: Cartografía de la repetición, trasfondo religioso y lazos parentales, cuyo responsable es Germán García.

Laurent, Eric Lost in cognicion. El lugar de la pérdida en la cognición . Buenos Aires. Col. Diva, 2005. pág. 153

San Ambrosio. Tratado de las vírgenes. Buenos Aires. Renacimiento, 1914

Küng, Hans. Grandes pensadores cristianos. Una pequeña introducción a la teología. Madrid. Trotta , 1995, pág. 74.

Ob.cit., pág. 76

Ob. Cit., - pág. 89

San Pablo, 2 Cor., 1 1: “Siendo Dios eterno por su naturaleza, toma ser humano en las entrañas de una virgen, para nuestra salud; siendo eterno como el Padre, se hace hombre temporal a favor nuestro y por obediencia al Padre que lo manda”.

Küng, Hans, ob. cit., pág. 84

San Pablo 1 Cor., 7

Lacan, Jacques. El Seminario Libro 11, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis . Buenos Aires. Paidos, 1986. En “De la mirada como objeto ‘a’ minúscula” (pp. 103 y 104).

Lacan, Jacques. El Seminario Libro 20, Aun. Buenos Aires. Paidos, 1981. “En Dios y el goce de la mujer”, pág. 90.

 

 
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