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El trabajo de transferencia y su actualidad

por Alicia Dellepiane

 

El niño como sustituto del falo materno o el niño como síntoma de la pareja parental puede hacernos “olvidar que éste no es menos causante de una división entre madre y mujer en el sujeto femenino que accede a la función materna”. Si así no fuera “caería en una relación dual que lo soborna al fantasma materno”.

Si, como opinaba Freud, el ser de la mujer podía reducirse a la pulsión masoquista, en tanto se coloca en un lugar de goce, sufriente, más allá del significante fálico, la madre y mujer puede angustiarse y sufrir por la incompletud en que el niño – como ecuación simbólica – provoca en tanto desilusión de la armonía esperada. En este lugar puede arrastrar, con sus fantasías mortíferas, a este niño como respuesta al fracaso imaginario de completud.

La constitución yoica aparece con la tensión agresiva hacia el otro con quien se identifica. Muy por el contrario no hay allí armonía y complemento sino tensión y agresividad.

Es en el interior del dispositivo analítico que puede lograrse alguna pacificación que opere como terceridad: he ahí la función de la transferencia.

 

Primeros signos transferenciales

Comencé a trabajar con Ana hace varios años atrás. La niña venía traída por su madre.

Las dificultades por las que fue derivada a la consulta eran de aprendizaje. Mas de inmediato aparecieron otras: rebeldía frente a lo que se le pedía, agresividad con los pares, enuresis.

Ana se presentaba muy vivaracha y segura de sí. El discurso materno sitúa a esta niña como “poco inteligente”. Contrarío esa suposición con mi apreciación y se lo comunico; aunque desconfía de mi diagnóstico lo acepta.

El primer año estuvo signado por la irregularidad en la asistencia: por problemas de salud de la madre, de Ana, ausencias reiteradas por causas diversas.

Instalar el tratamiento fue dificultoso por varios motivos. En ocasiones la niña se negaba a entrar, luego no se quería ir; algunas veces se paraban frente a la puerta del consultorio negándose a pasar e impidiendo que lo hiciera su madre, a quien yo invitaba a entrar en su lugar cuando se negaba a hacerlo. Montaba este tipo de espectáculos, especialmente dirigidos a su madre, si la traía ella. Cuando en otras ocasiones la trajo una tía paterna no realizó ninguna de estas escenas.

En las entrevistas con Ana aparecieron varios indicadores del trabajo de transferencia: jugaba a taparse los ojos, me pedía que me los tapara. Aparecer /desaparecer eran significantes privilegiados; confiarme su deseo de estar con el padre y pedirme que no se lo diga a la madre; expresar “me gusta venir aquí porque me gustan las cosas que tenés”. En una ocasión en que jugaba con agua que se volcaba sobre una superficie le dije “por fin apareció algo de los líquidos que se derraman” a esto me respondió “yo ya no me hago más pis encima”.

Hacia fin de año fui consultada sobre la conveniencia de, para poder regularizar más la vida de la niña, internarla como pupila en una escuela de monjas. ¿Le preguntó a Ana si ella quiere? “Sí y está contenta con la decisión”.

Aclaremos que madre e hija habían vivido en distintos lugares desde la separación de la pareja paterna. En ese momento vivían con Leo, pareja de la madre. Éste debió someterse reiteradas veces a los interrogatorios de esta mujer, quien sospecha siempre sobre un posible abuso hacia su hija; esta fantasía era constante en el discurso materno.

La relación entre Leo y Ana pasaba del amor al odio en pocos minutos. La niña era capaz de desconcertar a este hombre, quien no atinaba la forma de manejar la situación, no podía comprender por qué pasaba de la dulzura a la agresión sin mediaciones. Interrogada acerca de sus sentimientos hacia Leo expresó “De ese prefiero no hablar”. La queja de Ana era que quería vivir con su madre y su padre, sin Leo. Pero no era lo que le decía a su madre sino a su padre. Fue muy cuidadosa y reservada conmigo al respecto hasta que pudo confiármelo.

El padre de la niña apareció un día, sorpresivamente, en mi consultorio para mostrarme una orden judicial donde pedía, a través de una comunidad terapéutica donde estaba internado por drogadicción, que se le permitiera un régimen de visitas. Comentó entonces que su hija le decía “¿Qué esperás para llevarme a vivir con vos? Estoy podrida de aguantar a ese tipo que vive con mi vieja”.

Interrogué a Violeta, madre de Ana, sobre la posibilidad de que Jorge tuviera SIDA. Entonces me anoticio que no es el padre sino la madre quien sufre esa enfermedad, contagiada por su pareja. También que no recibía medicación y que, hacía tiempo atrás le había hecho estudios a su hija para descartar cualquier posibilidad de contagio aunque nunca habían ido a retirarlos. Le indiqué la necesidad de despejar esta fantasía de muerte sobre su hija yendo a buscar esos informes. Esto la enojó y dejó de traerla durante un tiempo.

 

Verificación de la transferencia

Concluyó el año, se fueron de vacaciones, dejé mensajes que no fueron contestados, desaparecieron. A los pocos meses volvió a pedirme atención para su hija. La puso en un colegio pupila pero seguía con dificultades. La sorprendió cuando Ana le pidió, en dos ocasiones, volver a verme, pero pudo escucharlo y acceder.

Esto da inicio a una nueva etapa. En la primera entrevista me cuenta que estaba muy contenta con la nueva escuela, que se quedaba a dormir; nombraba a una monja como alguien que la acogía con cariño y a sus compañeras de habitación. “Esta escuela es mucho mejor que la que iba antes”.

Durante las entrevistas del primer año Ana me arrebataba objetos de las manos con una impulsividad difícil de contener, no podía atenerse a las mismas reglas que quería imponer en los juegos que ella inventaba. Le dije que era muy difícil jugar si, en el medio, nos cambian las reglas del juego y le pregunté si a ella le pasaba algo así en otros lados y se sentía desconcertada por esto, sin saber qué hacer; afirmó y quedó en actitud reflexiva. Poco a poco fue cediendo en esta impulsividad que parecía devastadora.

En esta segunda etapa inventó un juego de pelota: cada vez que la tiraba o la recibía debíamos decir una letra del abecedario. Los juegos con letras eran solicitados con frecuencia en este momento. Escribió María (que es su segundo nombre y el que utiliza el padre para nombrarla), luego escribió LEO y VIOLETA. Cuando me tocó a mí escribí QUÉ QUIERO y ella PAPÁ. Le pregunté por el padre y comentó que el padre le escribió una carta diciéndole que iría a verla pero no lo hizo. ¿Cómo van las cosas con Leo y Violeta? pregunté. “Leo es mi padrastro, no es mi papá” ¿y entonces? “Que es mi papá el que no vino”. Interpreté su angustia y dolor por no lograr la ilusoria completud familiar deseada. A partir de allí pareció considerarme alguien confiable y se acrecentó la relación transferencial.

En una entrevista, donde jugaba con unos rompecabezas como si no supiera armarlos, comentó que a ella le gustaba hacerse más chiquita de lo que es. Luego me enteré que, pese a los progresos que logró en su apropiación de la lectoescritura y el cálculo, debía rendir examen en marzo. La maestra le comentó a la madre que no sabía por qué Ana, cuando tenía que realizar las pruebas escritas, rendía menos de lo esperado para su capacidad. “Entonces usted tenía razón: es inteligente”.

A fin de año la madre decidió volver a cambiarla de escuela. Quería ponerla en otra, también pupila, que le quedaba más cerca de la casa. Necesitaba tiempo para terminar la secundaria; entre el trabajo y sus estudios no podía ocuparse mucho de Ana.

Volvieron a desconectarse del tratamiento en el verano. Pero volvieron a buscarme cuando necesitaron, para asegurase la nueva vacante, que me comunicara con la psicóloga de la escuela. Ante la presión de esta profesional decía, casi llorando “Ana no es una niña abandonada” afirmé y agregué “yo más bien diría que es una niña disputada”.

Debí convencer a la psicóloga para que le permitiera el ingreso en la nueva escuela. Sostenía un discurso centrado en las bondades de la crianza materna en el hogar; no podía escuchar nada fuera de esos parámetros, ni los deseos que se jugaban en este caso, tanto de la madre como de la niña, para establecer otra modalidad que les permitiera una distancia mutua y otra regulación de la relación.

Para realizar todas estas maniobras le puse una condición: quiero hablar con el padre.

  • “No sé si querrá venir, porque ése no se hace cargo de nada”.
  • No importa, usted dígale que me llame.

Jorge llamó inmediatamente y se presentó con puntualidad. Me informó que no se había hecho presente antes porque desconocía que María estuviera en tratamiento, ni siquiera en qué escuela estaba ya que nunca le informaban nada; tenía muchas dificultades para hablar con la madre de su hija. Se comunicaba a través de Leo, a quien le estaba muy agradecido porque ayudó a sostener económicamente a su hija cuando él estaba mal. Había conseguido un trabajo y estaba dispuesto a reconquistar su lugar como padre. Reconocía que María era difícil y que debía lograr operar con autoridad sobre ella para que pudiera remitir sus síntomas.

Estaba dispuesto a sostener económicamente el tratamiento de su hija y la colegiatura escolar. Y así lo hizo hasta que se concluyó.

En la última etapa del tratamiento Ana se mostraba dispuesta a observar obediencia a las reglas con que quería jugar, ya no las cambiaba caprichosamente cuando no le convenían, podía preguntar cuando no entendía algo.

 

¿Qué se jugó en este tratamiento? Considero que:

  • Sostener el automatón, más allá de la madre y de las vicisitudes familiares, apostando a la transferencia.
  • Haber escuchado, desde el sujeto analizante, el deseo de instalar el Nombre del Padre (o lo que intuía funcionando en ese lugar) en el estrecho espacio en que podía hacerlo, sin que esto implicara sostener algún modelo familiar esteriotipado.
  • Poder leer dónde se encontraba aquello de lo irreductible de una transmisión que implica la relación con un deseo que no sea anónimo.
  • Habilitar la posibilidad para que el sujeto analizante se corriera de la fantasía mortífera con que el discurso materno la cubría. Posibilitar que la madre admitiera a otros para cubrir esta función de alojamiento.

 

En la época del Otro que no existe, de la dictadura del plus de gozar, donde se habla de la declinación de la función paterna, esta niña hizo un llamado al padre y pidió una regulación que le permitió ceder en su goce.

Notas:

Miller, Jacques-Alain “El niño, entre la mujer y la madre”, Revista Carretel Nº1, Nueva Red-Cereda en castellano, julio 1998.

Laurent, Eric “Posición femenina: una solución por la vía del suplemento”, en Posiciones femeninas del ser”, Buenos Aires, Editorial Tres Haches, 1999.

 

 

 
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