Germán García - Archivo Virtual / Centro Descartes, Buenos Aires

Bernardo Kordon, una obra clara y extraña

# (2009). Bernardo Kordon, una obra clara y extraña. Prólogo de Alias Gardelito y Kid ñandubay. Buenos Aires: Grupo editor Mil Botellas.  En (s/f) Web Descartes.

“El escritor argentino y la tradición”, el ensayo donde Borges define su posición de manera contundente, es la versión taquigráfica de una clase dictada en el Colegio Libre de Estudios Superiores. Borges afirma que los judíos y los irlandeses sobresalen dentro de la cultura “occidental” porque actúan en ella sin estar “atados por una devoción especial”. Propone para los argentinos la misma felicidad.

Bernardo Kordon, judío argentino, extiende a China la pretensión de Borges, a la vez que incluye sin alardes a la interioridad del país y de Iberoamérica; es una exigencia de su decisiva elección de una literatura nómade que busca las singularidades en la diversidad de los modos de vivir. Eso puede leerse, en este libro, en el micro mundo del Hotel Italia donde se refugia Toribio Torres; en los hombres y mujeres que encuentra en su “gira” Kid Ñandubay.

Los seres descriptos se presentan con la apariencia de diferentes caracteres de la ciudad, pero apenas se los conoce un poco entendemos que cada uno se ajusta a una representación, para entrar en una vida que recitan como un libreto.

Pero el libreto falla y aparecen jirones de la infancia, de un pasado que nunca termina de olvidarse, de muertos que son la presencia de un presagio sombrío.

“Hotel Comercio” (1956), con cierta resonancia de algunos cuentos de Borges, muestra la posición del narrador: “¿No fueron todos los hombres del sueño una sola persona y esa persona no era sino él mismo?. Volvió a mirar el rostro del muerto y esta vez casi rompió a llorar. Sentía pena, una pena inmensa por “el otro” y por él mismo” (Todos los cuentos, Corregidor, Bs. As., 1975).

“Un día menos”, sin fecha en el libro citado, es un encuentro del narrador con su hermano ya muerto, que lo lleva a la certeza de que también esta muerto: se trata de un sueño, de una revelación, de un secreto. Se trata de la permanencia de lo perdido, de la pérdida de lo que no ha dejado de existir, pero que ya no se ama (como ocurre con Diana, la ecuyeré del Gran Circo Internacional Palma en Kid Ñandubay).

No quiero enumerar los sueños que aparecen en los relatos de Bernardo Kordon, pero citaré una interpelación del narrador al lector sobre el tema: “¿No ha despertado alguna vez con las imágenes nítidas de un sueño para olvidarlas después, por más que exprima su cerebro?. Sin embargo mientras sueña y cuando se despierta, Ud. sabe que eso es la vida verdadera, que tiene conexiones con otros sueños, formando una unidad, quebrada por la vida cotidiana, es verdad, pero en la medida que la vida cotidiana es quebrada también por la vida de los sueños”.

La vida y el sueño, como la vida y aquello que se escribe, tienen puntos de interferencia y de ruptura. El personaje que se aprende para vivir, el que se representa (el que quisiera ser Gardel, el boxeador que no quiere prestarse al simulacro de boxeo en el circo, el escritor que ordena su vida según sus modelos ideales) se encuentra en cualquier momento con algo que le revela que está dormido, que está muerto, que no sabe quien es la mujer con la que vive desde hace años: “Sin embargo, en el momento que apartó la vista del diario, volvió a sentir vagamente la revelación de que junto a él viajaba un misterio”. “La desconocida” (1960) es un cuento breve, que transmite con precisión el temblor del amor tocado por la muerte que parece volver por ella: “Mario no respondió, ensimismado en la revelación de que ahora amaba el rostro ajado de esa desconocida sentada frente a el. Una desconocida cuya vida le resultaba un misterio, y ya era tarde, demasiado tarde para develarlo”. Tal vez el misterio consista en que no hay misterio, como ocurre con los espejos: los niños dejan de inquietarse cuando descubren que se trata de su propia imagen. Quizás la vida, como China, es extraña y clara.

El reverso del mundo

Es conocida la foto del Bernardo Kordon junto a Mao. Menos conocido, estoy seguro, es el libro de Kordon llamado Viaje nada secreto al país de los misterios: China extraña y clara. La clave de este libro es descifrar China y hasta su política desde el teatro: ¿“Acaso el más genial de los directores de teatro no era el mismo Mao?. Supo conducir a ochocientos millones de chinos a representar su propio rol, al extremo de que perdieron la cuenta de que todos interpretaban” (pag.2).

Cualquiera sea el valor que tenga para la descripción de China, la afirmación anterior revela la percepción que Kordon tenía de la vida que trama en esa extraña obra clara que se llama realista porque limita con la infancia, el sueño, el fracaso del amor, las secuelas de la muerte en la vida. Cuando los cliché, las contraseñas de cada grupo dejan de cubrir la inquietud de la soledad frente a los otros, aparece un reverso: Toribio Torres (alias) Gardelito, después de traicionar, se encuentra solo y en un momento se detiene en la huída: ¿”Por qué este simple ademán de tomar agua ansiosamente en una pila de plaza lo transportaba a una época olvidada?. Tendría doce años, quizá trece. Era el muchachito provinciano, y repentinamente en las calles del barrio de Palermo empezó a sentirse otro”. Alias quiere decir por otro nombre. “Yo es otro”, dijo Rimbaud. Toribio Torres es Gardelito, pero no es Gardel. “Es un artista, un cuentero”. Y lo sabe. Hace pequeñas estafas: mediante un perro; a través de un pedido de amor de “Alma Ansiosa” que aparece en una revista, a la que se presenta como portador de una carta de “Alma Gemela”; aprovecha la simpleza de corazón de un cocinero correntino; roba a una prostituta melancólica, etc. Por supuesto, Toribio Torres no reconoce su lugar y parece ignorar las consecuencias de sus actos que también incluyen engañar a quienes lo criaron, y a un compañero que le presta su primer traje para que vaya a presentarse a una existente prueba de canto en una radio. Toribio Torres es de Tucumán: “Y mientras vivió en su ciudad natal sintió la presencia del padre en cualquier huerto donde entraban a robar frutas, y su mirada persiguiéndolo a través de todas las correrías por los alrededores de los talleres ferroviarios. Todo cambió cuando el padre murió y los mandaron a casa de los tíos en Buenos Aires.”

Separado de ese mundo de percepciones inmediatas, de la mirada del padre como línea divisoria que permite regular lo que está bien y lo que está mal (aunque sea para ir de un lado al otro sin extraviarse) el mundo se vuelve abstracto: “En la Capital sólo encontró esa obsesión del dinero”. La mirada, también temible, del patrón del hotel no es la del padre, no dice lo que está bien y lo que está mal, sólo vigila la regularidad del pago.

Fiacini es otra cosa y se lo dice de entrada: “Yo puedo ayudarte, pero tenés que prometerme una cosa: nada de raterías. Hay cosas grandes para hacer y el peor negocio es robar porque te hecha a perder los otros”. Con ese encuentro empieza para Toribio otra vuelta de ese reverso del mundo que se organiza por la presencia / ausencia del dinero que puede burlarse de los amores filiales y de los muertos: “Nuestra clientela desenterraba fotos muertas. A veces las buscaba días enteros en los baúles, entre cajones con facturas olvidadas y los recibos de alquileres de principio de siglo (...) Generalmente la foto de la vieja, o el marido muerto, o el retrato de boda.” Entonces, el fotógrafo embellece a los muertos.

Toribio Torres, “el cuentero, el artista” que cree parecerse a Hugo del Carril, encontrará junto a Fiacini a Picayo, un boxeador fracasado, que se convertirá en ejecutor de un sacrificio al “traicionarlo”. Pongo la palabra entre comillas porque la trampa que se deja tender Toribio Torres muestra el deseo de terminar de una vez: “Porque este mundo es un teatro lleno de artistas malos que repiten toda la vida un papel aburrido (...) En cambio yo soy un cuentero, y puedo hacer un teatro mejor...” Sin embargo, cree al morir que lo pierde todo porque una vez dijo la verdad. El narrador suspende su juicio sobre esta creencia, pero el lector podría suponer que Toribio Torres es un cuentero, un artista inteligente, que hace de la “verdad” su última mentira.

Así como Toribio Torres no es Gardel porque apenas es (alias) Gardelito, Kid Ñandubay es el título del relato y el alias que le impone un Circo a quien intentó ser un boxeador, alguien que deja las peleas callejeras para aprender la conducta de un combatiente que sabe derrotar a otro dentro de ciertas reglas de juego.

Como en el relato anterior existe un hotel que ahora se llama Paraná. Sale adelante porque aprendió la virtud más estimada por los cafishios: la discreción.

“Entonces había bronca entre los cafishios criollos y los marselleses. En realidad los de aquí se estaban liberando del tutelaje de los extranjeros. Pero siempre respetaban a los macrós franceses y los tomaban por modelo, no solamente en la forma calma y educada de actuar, sino también en eso de cumplir la palabra empeñada. La primera categoría ya no la formaban los más guapos, sino los que mejor cumplían los compromisos. Por eso en el ambiente empezó a hablarse de conducta en vez de coraje”.

Apadrinado por Tito, que regentea algunos prostíbulos, por Don Amato que lo deja dormir en el gimnasio, el personaje sueña con la fama: “Yo ya me sentía un boxeador e iba a ser famoso en toda la ciudad, en el país, posiblemente en el mundo entero: un combatiente, ese era mi porvenir, y para comenzar ya estaba instalado en el Belwarp Boxing Club”. El proyecto de Don Amato fracasa, el gimnasio tiene que ser desalojado y el personaje se encuentra colado en un tren con Lon Chaney, un vagabundo que conocía, llendo a Santa Fé donde revela su nombre en una pelea: Jack Berstein (el rey del coraje) versus Juan Quinteros (el invicto Torito del mercado que pondrá a prueba los puntos que calza el porteño).

La bolsa se repartiría en tres partes, pero no recibe un peso. El narrador es Berstein que cuenta su pasado y que revela que siguió por las provincias porque no “volvería a Buenos Aires sin un mango”. Era un descenso: “Me imaginé que Diamante era más chica que Paraná, que a su vez era poca cosa frente a Santa Fe, que es más chica que Rosario, que ni se parece a Buenos Aires. Seguimos para atrás, pensé”.

Pasa por ciudades con intendentes socialistas que prohíben el boxeo, y cuando se quiere acordar está mostrando una carta de recomendación en la Liga Chaqueña de Box.

“Los empleados de Bunge y Born eran los bacanes de ese pueblo que los chaqueños se empeñaban en llamar ciudad: me invitaban todas las noches a la confitería y el final dejamos de hablar de box para recordar cosas de Buenos Aires”.

En el Circo se anuncia: GANE 50 PESOS AL QUE TIRE UNA VEZ AL SUELO A KID ÑANDUBAY GANE 50 PESOS: “Así lo resolvió Don Teófilo: Kid Ñandubay y no me aceptó ningún otro nombre. Al principio me opuse, pero terminó gustándome, cuando me explicaron que no se trataba de ningún animal, sino de un árbol de madera bien dura. Además, al ver el nombre en el cartel me parecía que ese Kid Ñandubay no era yo, nadie lo iba a saber, de modo que cualquier payasada que me obligaran a hacer era como si la hiciera otro”. De nuevo, en el reverso, está ese yo que es otro.

Al final del relato Jack Berstein da su versión de la pelea de Santa Fe, que le fue robada por puntos. No peleó con Juan Quinteros sino con un tal Minella, y cuando estaba seguro de que podía perder por nocaut una barra de Santa Fe se puso a gritar: “Hacé patria Minella y matá a un judío. Ese grito repetido me hizo cambiar de idea. Me repuse en medio de la pelea, convertí la bronca en pura calma y fui ordenando la pelea. Estudié tan fríamente a Minella como si en vez de enfrentar a un hombre se tratase de un insecto o una cosa. Y en los últimos dos rounds lo castigué a mi gusto contra las cuerdas, y su mirada ya no era fría, y buscaba la salvación al los lados.

“Lo salvó en gong del último roud y el jurado le dió la pelea a Minella por puntos.

Pero el público me ovacionó y ya nadié gritó que hiciera patria y matara al judío, sino que victorearon a Jack Berstein y muchos protestaron a los gritos porque me robaron la pelea (...) pero mi verdadero nombre es Jacobo Berstein. Aunque chamuyo el lunfardo como una fioca o un lanza (son dos formas diferentes), la verdad es que bien me acuerdo que era bastante crecidito y ni hablaba una sola palabra en castellano. Aquí con los recortes llevo mi cédula: Jacobo Berstein, nacido en Yargorod, provincia de Polovia, en Rusia”.

Y así, en el reverso, aparece el judío atópico que encuentra un lugar en la lengua que dibuja un territorio, Buenos Aires, cuya mitología es contada por el tango (como lo sabe Toribio Torres, el tucumano que sólo puede soñar con llegar a ser “Gardelito”).

Otras voces, el mismo ámbito 

En Dar la cara, de David Viñas, se podría encontrar una lectura diferencial sobre el tema del judío argentino. También en Los judíos del mar dulce, de Mario Schizman. Pero para esta ocasión recurro al excelente libro de Julio Nudler : Tango Judío (Ed. Sudamericana, Bs. As., 1998).

El subtítulo “Del ghetto a la milonga” y el título del primer capítulo (“Tango que me hiciste goi”) dicen sin dramatismo el recorrido que se propone: estudiar la relación entre los judíos y el tango.

Milongas, un elegante libro de Edgardo Cozarinsky con fotografías de Sebastián Freire, narra el pasado del tango desde su actualidad, mediante detalles que sorprenden y datos elegidos con algo más que ironía: “La decadencia del tango: tópico frecuentado por generaciones sucesivas. La novedad de una generación pasa a ser el clasicismo, sino la mera convención, de la siguiente; lo nuevo que va surgiendo, aún aceptado sin entusiasmo, suele ser percibido como síntoma de decadencia” (Ed. Edhasa, Bs. As. , 2007). Por su parte, Julio Nudler cuenta que el cómico Marcos Caplán, en los años cuarenta, exclamaba desde el escenario del Maipo: “Es mentira que el tango ha muerto; ¡yo lo voy a matar!”. Si aquel chiste tenía efecto es porque en pleno éxito se decía que el tango había muerto.

“Donde estarán, pregunta la elegía” – así comienza el poema El tango de Borges, quien nos da la clave del género en juego: Ubi sunt (donde estarán) es tan poco porteño como Françoise Villón que usó este recurso retórico de manera hoy clásica. Esta evocación de las cosas perdidas hace del tango algo siempre perdido y recuperado, como lo invocado por sus letras.

Julio Nudler afirma: “Los judíos y el tango se habían visto la cara por primera vez en los prostíbulos, en aquellas primeras décadas del siglo XX en que la Varsovia, luego rebautizada Zwi Migdal, se erigió en la primera organización rioplatense de rufianes. En los burdeles el tango alegre de la Guardia Vieja (...) luego el más reflexivo y sentencioso de los años 20, aportaba el clima de fiesta y entretenía la espera, o encendía el deseo en la artificial pareja de cliente y prostituta, probablemente una hebrea cautiva, para mejor satisfacer el propósito. Entretanto, la inmigración seguía trayendo violinistas judíos de Polonia, Rusia o Rumania, que encontraban un camino natural de ingreso al tango(...) El tango les servía de medio de vida y de vehículo para la incorporación al nuevo medio social, a diferencia de otros oficios, que los mantenía aislados.”

Los seudónimos contribuyen a pasar en silencio la presencia judía en el tango.

Fiorentino era apellido italiano consustanciado con tango, pero Rosa Spruk se convertirá en Rosita Montemar y José Roberto Goldfinger en Carlos Aguirre. Este cambio de nombre no llamaba la atención, ya que los artistas podían cambiar sus nombres para que consonaran con el personaje que (se) inventarían (para empezar, Gardel mismo).

Entendemos mejor el orgullo de Jack Berstein cuando se repone de lo que parecía una derrota anunciada y logra ganar – aunque el jurado haga tongo – como respuesta al “Hacé patria, matá al judío” de los que alentaban a su contrincante.

El tema esbozado, tan claro y extraño como China, sigue en una posición lateral cuando se habla de Bernardo Kordon ; también cuando se habla de otros autores, algunos de los cuales nombramos al pasar.

Por supuesto que no lo nombra Pablo Neruda en su breve prólogo a Vagabundo en Tombuctú. Pedro Orgambide, por su parte, afirma: “En cambio, son pocos los textos en que aparece su condición de judío” (con excepción, según cree, de “Para Menajen Borges, que lo vivió”). (Radar, 10/02/02). En ese mismo número de Radar se rescata una entrevista a Bernardo Kordon realizada en 1981 para Encuesta a la literatura argentina, dirigida por Susana Zanetti (Centro Editor de América Latina). Allí cuenta de sus investigaciones juveniles sobre el tango, de sus colaboraciones sobre el tema en la revista Sintonía , de sus preferencias por el brasileño Graciliano Ramos, el mexicano Juan Rulfo y el chileno – argentino Manuel Rojas. Se niega a compararse con otro autor y a pensar en sus “lectores”. Y dice sin vacilar: “Nuestro más grande escritor, sin duda Borges”. Ese reconocimiento explica la apertura de su revista Capricornio, donde la vanguardia literaria era difundida a la par de literaturas orientales de autores que no circulaban en nuestra lengua. Además del libro sobre China que citamos no hay que olvidar Seiscientos millones y uno, un ensayo que a su vez narra su experiencia de visitante en la China de Mao.(Ed. Leviatán, Bs. As., 1958).

Como recuerda Vicente Battista, “Un viejo camión de guerra” es un cuento fantástico de Kordon que otro lector inclasificable – Rodolfo Walsh – incluyó en Antología del cuento extraño (Clarín, 9/2/02). Y hay muchos cuentos extraños en Kordon, así como hay cosas extrañas en cualquiera de sus cuentos. Vicente Battista en la nota que comentamos, homenaje al escritor que había muerto en esos días, se detiene en “Toribio Torres (alias) Gardelito” y en “Kid Ñandubay” y si bien dice que el segundo personaje tiene más relación con Kordon que el primero, pasa de largo el nudo de la pelea en Santa Fe, una vindicación del judío humillado. 

Guillermo Saccomano, en el número de Radar citado, subraya lo “fantástico” en algunos cuentos, contra el cliché generalizado del realismo, pero no menciona la intersección entre el tango, la ciudad y la iniciación de un judío argentino que se encuentra dentro y fuera de la ciudad que habita. 

Claudio Zeiger se sorprende al entrevistar a Kordon y escucharle decir que se pone más del lado de Borges que de Arlt, pero es sensible a la diversidad de sus intereses con sus líneas de fuga: “Los viajes a lugares remotos, la investigación acerca de la negritud, la adhesión a la revolución china, la pasión por la cultura oriental, el descubrimiento de cronistas y escritores viajeros como Albert Londres, la apertura a la literatura latinoamericana, poco obvia en un escritor tan identificado con la porteñidad”. Para usar una palabra del propio Zeiger, podemos decir que está anclado en la porteñidad y que su posición es más obvia cuando se piensa que diáspora suele traducirse como dispersión. Un judío argentino puede ser errante, abierto a la diversidad y estar anclado en Buenos Aires. 

Pedro Lipcovich , por su parte, cierra el “dossier” de Radar subrayando la función del engaño en la obra de Kordon. Del engaño de los victimarios, pero también de las víctimas. Y habla de su muerte en un geriátrico de Santiago (Chile). Contado así, es patético. Pedro Orgambide dice que murió en Chile, en una de sus patrias, en el país de Marina, su compañera de tantos años, que había muerto un poco antes. 

Bernardo Kordon (1915-2002); 87 años es un largo tiempo para alguien que tuvo una vida despierta: “De los altos de la casa de mi abuelo Isaac Piterbarg yo veía pasar los largos cargueros del Ferrocarril Oeste. Mi madre me contó que de pronto yo anunciaba muy excitado: ‘pasa una mácara sola’. Eso me enloquecía; la máquina sola, deslizándose como un sueño, sin el esfuerzo de arrastrar vagones. Esa locomotora con su penacho de humo excitaba mi imaginación, pensando en viajes y aventuras. Entonces no quería ser escritor, sino maquinista. Me identificaba con esa mácara sola, era un pequeño individuo que soñaba con mi autonomía” (Entrevista citada). Y así fue, Bernardo Kordon – sin el esfuerzo de arrastrar vagones – fue esa má(s)cara sola que logró su autonomía de escritor sin estridencia, con una cortesía oriental. 

Manía ambulatoria. 

Bernardo Kordon avanza como aquella mácara (máscara/máquina) de la infancia. Al comienzo de Todos los cuentos está el relato fantástico “Un día menos”, donde el narrador se encuentra con su hermano muerto y despierta con un objeto, una cédula de su hermano, que le revela que estuvo en el más allá. Después, en “Hotel Comercio”, un hombre se suicida en la pieza: “Sentía pena, una pena inmensa, por ‘el otro’ y por él mismo. Posiblemente fuesen como hermanos...”. 

“Función de cine en Auschwitz” (el último relato del libro Manía ambulatoria) concluye: “Sobre esas imágenes de cadáveres vivientes, que tanto se parecían entre sí, comencé a reconstruir el rostro del judío que hasta último momento conservó dos monedas de un país para él tan lejano como Chile (...) Sobre el fondo de la película no me resultó difícil reconstruir el rostro del sefaradí: un judío que hablaba español. Igual que yo”. 

“Un rincón para vivir”, el primer relato, habla de los antepasados que “obligados durante siglos a buscar un rincón para vivir, acumularon en mi sangre la renovada pena de la tierra que se deja y la ilusión de la tierra donde se llega”. 

Tal vez ser judío sea escribir ese libro “utópico”, sin un lugar sobre la tierra, que convierte al sujeto en ambulatorio: otras lenguas, otros cuerpos, otras costumbres. Pero es necesario sostener alguna identidad: el narrador de Kordon ama su lengua, incluso una forma de “habla” precisa que puede dibujar un espacio (Bs. As.) y un tiempo determinado. El libro (Torá, Talmud que lo descifra) se encuentra disperso en diferentes territorios, es hablado en diferentes lenguas, se pierde y se recupera en muchas partes. Esta condición hace que se pueda vivir en cualquier lugar y que sin embargo, no se encuentre nunca un rincón para vivir. El habla porteña construye, en los textos de Kordon, ese rincón. 

No es el castellano, cuyo territorio es vasto y su vocabulario múltiple, sino un cierto “estado” de su práctica. Espacios y culturas se conjugan en un lenguaje determinado: “Hasta su reciente muerte, mi madre siempre me preparó platos típicos de la cocina rusa, que para mi es el gusto de la infancia. Como lo fue esa ración rusa entremezclada con los estirados silbatos de las rondas policiales que se cruzaban en la noche del barrio de Almagro, silbato que en la flauta iniciaba el tango “El apache argentino”. Tonadas idish, criollas e italianas para el niño que crecía en la Babilonia del Plata” 

Esta Babilonia (ciudad de donde salió una de las escuelas de interpretación judía de la Torá) condensa todos los espacios: de ahí que el narrador de los textos de Kordon encuentre un cierto aire de familia hasta en las comidas de serpientes y perros en China. Pero mientras el narrador viaja por dentro de la lengua, su relación con aquello que experimenta tiene siempre algo exterior. 

Los que subrayan en los textos de Kordon su relación con la ciudad, sus calles y sus espacios, nunca se detuvieron a leer la relación del sujeto con eso que describe. En efecto, siempre hay una mirada exterior. Como dice Ulises Petit de Murat, Kordon es un testigo. 

¡Pero que es un testigo!. Aquel que dice lo que se articula, no es sujeto del acto que refiere. Es por eso que el narrador de Kordon mira entre la ironía y la piedad, un mundo donde el dolor se perpetúa en el equívoco. El narrador viaja sin otro deseo que el tránsito mismo. No se desplaza en busca de algo, no retorna por algo. Al llegar y al volver se encontrará con algo: “Por cierto, ya ambulé antes de nacer. Mi hermana Victoria nació en Brooklyn. 

Meses después, mi abuelo materno, Isaac Piterbarg, partió de Rusia con otros familiares para cantar en sinagogas de Buenos Aires. 

Por eso mis padres y mi hermana de meses se embarcaron en Nueva York para encontrarse con la familia. Al llegar aquí se produjo la Primer Guerra Mundial, decidieron quedarse y fue cuando nací. Seguramente fui engendrado en el viaje y frente a la costa brasileña; de tal modo me explico ahora mi temprano impulso a recorrerla.” Esta evocación, parecida a las que Henry Miller realiza de su infancia, es la diferencia entre Kordon y Roberto Arlt (con quien suele comparárselos). Arlt odia ese goce de sus padres, odia su origen, odia su llegada; el texto de Arlt oscila entre la venganza y la impotencia, entre la “traición y el sexo” (para evocar el título del libro que Oscar Masotta le dedicó). Kordon, en cambio, se encuentra en la dimensión de un amor por la lengua que le permite transformar el odio en piedad y en ironía. Esa novela familiar que lo hace deambular es recordada con ternura: el abuelo que espanta a los ladrones con un frasco de tinta, el padre que compone páginas en la linotipia, parecen metáforas de la vocación misma del escritor. 

El relato llamado “Estación Terminal”, cuyo destinatario es bk, tiene una cifra: stop. El narrador “destina” el texto al que funciona como autor del libro: Bernardo Kordon. Las iniciales del autor se encuentran sin ningún espacio intermedio, escritas en itálica, y en minúscula. La división del narrador-autor, remite a la desaparición de este último y también a ese retorno cifrado de las iniciales, puestas al comienzo para designar el destino del texto. El libro de Bernardo Kordon, entonces se cierra con el retorno del mensaje sobre el propio sujeto de enunciación: bk. El narrador le habla a bk que aparece como doble de Bernardo Kordon. ¿Quién es el narrador, de dónde viene esa voz?. 

“Me estoy muriendo – comienza el texto – aquí tirado en el sofá y tengo miedo de la crueldad de las cosas. Me rodean con la impasibilidad de quienes desconocen la muerte. Yo parto y ellas se quedan y nunca solas”. 

La inmortalidad de las cosas, el cuerpo mortal: se habla de esto. Las cosas pueden ser designadas como inmortales por un cuerpo que se “sabe” sujeto a la muerte. La palabra muerte es anterior a la palabra inmortalidad, propuesta como la negación de la misma. Las cosas no son el cuerpo que muere, pero tampoco el referente de ese cuerpo que habla, puesto que se revelan como el sujeto mismo: “Los queridos objetos siguen allí y me traicionarán como ya traicionaron a otros”. 

Los “objetos” son la inmortalidad de un sujeto que “sabe” por el lenguaje que es mortal: “...los objetos tienen historias que no terminan nunca. Nos engullen y a otra cosa. Antes de morir quiero contemplar a los dioses inmortales; los objetos y su opulenta acumulación: la ciudad. Pues el mensaje recibido es claro; destino baires. Un destino como cualquier otro, rigurosamente casual. Texto a transmitir: stop. Nada que agregar antes o después. Un imperativo cero, sin si quiera un punto final.” 

Si el destino es baires y el destinatario bk ¿Quién es el emisor de este mensaje? ¿El “otro”, el hermano?. 

El texto habla de la muerte y la inmortalidad mediante la voz de un narrador que emite un mensaje cuyo destinatario es bk

Este sujeto que es 1 y 2, se engendra constituyendo los objetos del deseo, las cosas que le sobrevivirán. Para Kordon autor, sus libros. 

El conjunto de los libros de Bernardo Kordon nunca fue estudiado más allá de la evocación de lo más genérico (su relación con la literatura “realista”). Comenzar a leerlo, ver las transformaciones que se producen de un libro a otro, quizá permita comprender que su obra es algo más extraña de lo que parece, que su condición de “judío de habla española” lo relaciona con algo singular que Kordon resuelve también de manera clara y singular. 

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